Estaciones
de paso
La
primera vez que rozamos siquiera la idea de vernos fue en un andén
alejado del mundo.
En
una prisión de soledad a la que habíamos llegado llevados por el
intenso frío de la mañana.
No
pertenecíamos siquiera al mismo mundo, simplemente todo sucedía
justo al lado de nuestra existencia.
Nos
movíamos por impulsos, sabiendo de la presencia del otro solo por
esa sensación de no estar del todo solos a pesar de no tener prueba
de haber dejado el estado habitual de nuestra vida.
Acumulábamos
esa sensación de compañía en lugares sombríos y alejados del
bullicio de la ciudad que nos rodeaba. Ésa que, a veces, llegaba a
aplastarnos.
En
uno de esos encuentros sin realmente encontrarnos, sentimos un
escalofrío más fuerte, como si la piel llegara a tocar otra piel.
Ambos
volvimos a nuestros caminos dispares. Olvidando en las horas de sueño
cualquier recuerdo que permanecía en la mente. Rodeando de sueños
y pesadillas todas esas anécdotas que nos hacían dudar de la
realidad de las cosas.
Atravesábamos
el mundo a paso acelerado sin realmente tener prisa por llegar porque
no nos habíamos marcado, aún, un objetivo claro. Solo seguir hacia
adelante, era el impulso primigenio. Seguir sin pensar siquiera hacia
dónde nos estábamos encaminando, sin ardor ni alegría suficiente.
Abrimos
un paso entre sueños, empecinados en soñar cada día con la misma
sombra, la que nos acompañaba a los lugares sombríos de esa ciudad
lejana a nosotros.
Los
sueños se escondían tras otros, tras las pesadillas nocturnas que
nos agotaban para empezar el día con sensación de letargo.
Afloraban
lágrimas que no sabían su origen y se perdían en la blancura de
la almohada, cayendo despacio como un río que fluye sin querer hacer
demasiado ruido para que nadie pueda notarlo y así poder ser sin
limitaciones humanas.